En lo profundo de los colores – 2

 

CONTINUACIÓN

 

Volando hacía abajo, volando al vacío, en un estado de sugestión sobrenatural.

Inició un crisol de colores confusos, mezclados. Azules y morados de inmensos mares y océanos plagados de venenos y ácidos, de contaminación magnificada donde multitud de seres vagaban sin rumbo alguno más que la deriva.

Amarillos radiantes, colores anaranjados y marrones oscuros, como grandes desiertos abstractos de árboles en llamas, flores secas y marchitas; robles que ansiaban un retal de vida, pues no eran más que mil placas de cortezas dañadas y superpuestas entre sí. Jardines de arena fina, sierras bajas de rocas volcánicas y descensos intricados de lavas rojizas.

Y cuanto más descendía, más oscuro era el gris de mi alma; se iba acabando la gama de colores que limitaban el bien y el mal.

Hasta que rompí el suelo en un aterrizaje inesperado. Hasta que abrí los ojos y vislumbre un esqueleto, portador de unas grebas doradas con inscripciones ilegibles, una faja desecha de tela, con un enorme rubí en el centro; una coraza negra de pinchos ligeramente inclinados hacía arriba, con unas hombreras atadas a la coraza, y ajustadas el minúsculo brazo del esqueleto.

Entre sus manos, un yelmo desgastado, color óxido, con tres cuernos ordenados de mayor a menor a modo de cresta y una pequeña pieza de metal que cubría y dividía la frente del portador. Su cráneo esquelético descubierto. Un terrible espadón enfundado y colgado en su frágil espalda. Su arma deslumbraba de tal manera que iluminaba la putrefacta estancia y conseguía hacer comprensiblemente acogedora, para un ser tal que aquel.

Yo, desnudo, desarmado, y sin voluntad alguna de presentar resistencia. Él esbozo una mueca inclinando su cráneo, pues es lo único que podía hacer para evidenciar su predisposición hacia la situación y su obvia superioridad.

Fue ahí cuando advertí que ninguno de aquellos colores que vislumbré en mi fugaz viaje fueron realmente ciertos. Que todo había sido un sueño acogedor, un último deseo tonto e infantil, de realización macabra, de alguien que iba a conocer a la muerte.

Pues más allá no hay colores, ni siquiera la suma de ellos, ni siquiera la ausencia de todos. Más allá no hay tonos. No hay aspecto, no hay forma.

Todo es de una transparencia absoluta, contorneado y degradado por tonalidades de grises. Nada más es comprensible allí.

Hace tiempo creí que un día, cuando fuera un genio, sería capaz de mirar al diablo a los ojos, de comprender algún fragmento inútil de la vida que nos envuelve y que no entendemos.

Hoy pienso más que nunca, que ya no hay nada, que nunca lo ha habido. Que el diablo no se esconde ni disfraza, que ya es muy mayor para tener carne y vísceras y jugara a vestir túnicas caras y culebrear entre eventos que le provoquen demoníacas carcajadas.

Pienso que hasta él se hace viejo, que tanta humanidad lo ha consumido, que porta una armadura a modo de identificación, pero que ya nada puede herirle, ni su propia maldad, ni la nuestra.

Que dicha armadura es su traje de oficina, su atuendo cotidiano, y que hace tiempo que se decantó por la eficacia de segar vidas cortando cabezas con su afilado espadón, antes que negligencias diversas y divertidas, de cuando el mundo era algo más sano, algo más corrosible.

 

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